(Del lat. bibliothēca, y este del gr. βιβλιοθήκη).
1.
Catedral de nuestra fe (porque es un edificio
de culto). Su afán de salvación por medio de la colección y el acopio es enorme
o, mejor dicho, directamente proporcional al número de ejemplares recopilados.
En el templo del Saber, la redención no surge sino del estante sobre estante
sobre estante donde descansa, paciente, nuestro lomo y pan de cada día que, al
leerlo, nos evita la tentación de la ignorancia, la caída.
La consulta es dialogar con el catálogo,
buscar en el fichero. La consulta es pedirle al intermediario que aparezca eso,
un libro, una coordenada para entender de qué la va todo lo que desconocemos y
que nos convoca en la catedral. La consulta es orar, sí, pero oramos en
silencio. Porque, como en cualquier otro culto, el silencio es la vía que la
divinidad elige para moverse y revelar su sabiduría. Pareciera ser que no dice
nada pero dice de todo. Sólo que quiere mostrarse en el ejercicio de la lectura
silenciosa, de la reconstrucción encadenada que nuestras vistas hacen del
significado.
Hay un entramado clave entre la biblioteca y
la luz porque para leer se necesita mucho de eso. Y eso depende de las
interpretaciones arquitectónicas de la congregación que administra el templo:
algunas son todo vidrio para dejar pasar la luz natural, la del sol. Otras, en
cambio, alistan la luz en veladores del tamaño de una porción determinada de
escritorio. Un velador, una porción de escritorio, una persona. El tempo
del Saber habilita un culto más bien personal y algo solitario desde que la
lectura silenciosa se impuso, junto con toda la modernidad de la imprenta y las
cantidades -cada vez más industriales- de libros circulando. Antes, allá lejos
y hace tiempo, leían en voz alta. Y las bibliotecas eran cosa de monjes. Eran
un culto al interior de otro culto, la cristiandad.
2. Amor de ~.
Hay momentos en los que el espacio de la
catedral no nos resulta sino un club social y deportivo, tal vez algo tímido.
Pero conocemos gente o, al menos, conocemos rostros. En algunas salas de
lectura podemos hablar y tomar mate.
Siempre sucede de repente y como un destello:
lo vemos entrar. Ahí viene nuestro Adso de Melk, con su corte taza y sus libros
y sus apuntes. El resto de la tarde será trazar estrategias para saber qué está
leyendo (e inferir si es un idiota más de Administración, un potro geek de
Exactas o un chico racionalmente sensible de filosofía y letras). Pero está re
bueno y es nuestro Adso de Melk de la tarde así que, por instinto sabemos que
ni es de Medicina ni de Administración. Ya no podemos concentrarnos. Ya no hay
silencio porque nuestro corazón palpita desbocado y la mateína nos pone peor.
Vamos al baño, pasamos por su scriptorium y Adso está tomando notas de un manual
de física.
Lo amamos. Lo amamos rotundamente y sin una
palabra porque en este templo la palabra está vedada. Lo miramos pero tratamos
de leer y anotar y dedicarnos a lo nuestro. En algún leve momento en que
tuvimos la mirada gacha, de frente al libro Adso, nuestro potro de exactas, se
habrá ido y con él, las esperanzas de estar con alguien que vea con nosotras,
mil metáforas simultáneas de la construcción del sentido en cada constelación
estelar... Nos volvemos a casa, con cierto sin sabor, con las palabras vedadas
por el templo en medio de la garganta.
Oh, Adso! Te amamos tantas veces... Oh, joven
discípulo del saber!
Vete, vete corriendo, que tu maestro te llama
y tú ni siquiera reconoces lo que vimos en ti...
3. Ratón de ~.
El que se chorea los libros.
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