¿Qué sutil desbalance se produce en la
ginecea y desencadena la tormenta? ¿Será acaso una de esas cosas irreductibles
a impulsos electroquímicos del cerebro, a fluctuaciones hormonales, a la falta
de sueño o la baja presión?
El asunto es que le llega una avalancha
de piedad por su prójimo. Como ganas de llorar aguantadas por demasiado tiempo,
como inundación, como catarata, un pocillo de café derramándose en una bandeja
en movimiento, una torre de jenga que no deja de caerse, una cartuchera que
vuelca su contenido interminablemente adentro de la mochila. La ginecea en
cuestión se encuentra de pronto sin caparazón, desequilibrada, amando a todo y
a todos, in praesentia et in absentia. De pronto todo el mundo es tan humano y
comprensible. Todos huelen tan bien, todos tienen risas tan hermosas. Y no es
fácil bancarse la sudestada emocional, que todo duela y haga bien a la vez. De
pronto le cuesta decir “te quiero”, decir “yo sé que me querés”.
La ginecea respira hondo porque si no
se le humedecen los ojos a cada rato. Es el ser más cursi del planeta Tierra,
es toda abrazos y gratitud.
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