Corrección política

Jura que ya no le importa que le quede bien la malla, no. Lo único que ambiciona es ser políticamente correcta todo el tiempo, en todo. 
Ser irreprochablemente coherente y que nunca, nunca, se le escape una burrada que pueda quebrar la armonía impecable de sus opiniones. Quiere ser todos los días de su vida la campeona de las minorías, la defensora de los oprimidos, o al menos -¡por lo menos!- parecerlo. Su miedo a generalizar se está convirtiendo en una discapacidad para la inducción. 
Entonces escucha y lee con atención devota, raciona sus palabras, medita incansablemente y sufre sus dudas. Medita, busca su "centro de gravedad permanente que haga que no cambie más de idea sobre las cosas y la gente", como Franco Battiato. 
Es ese el peso que el Atlas progre lleva sobre las espaldas: la corrección política. El problema es que las cosas no son correctas o incorrectas a priori y absolutamente. La corrección política también es contextual, subjetiva, histórica, y relativa. ¿Qué hacer, entonces? ¿De quién aprender? ¿Cómo convertirse en la más zurda de la cuadra? ¿Cómo dejar de preocuparse por lo que piensen los demás?
Esa es la injuria final: se mira en el espejo metafórico de su corazoncito y se sabe una careta de mierda. 

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