Pelo

(Del lat. pilus).

Una pequeña ginecea está viajando muy temprano en la mañana desde Villa del Parque hasta Villa Crespo para ir a la escuela. Su cabellerita rubia y ensortijada aún no la desafía con la brutalidad salvaje que esconde todo rulo (véase rulos) porque mediando está mamá, que se toma el trabajo de peinarla, de atar el moño tantas veces como sean necesarias hasta que la cinta corone la torzada de costado en forma perfecta.

-Me tirás!
-Dejá la cabeza quieta o te encajo un schiaffo!
-Me duele!
-Dejá la cabeza quieta, te dije!
-Mala!

Tal vez, la escena se abra a otra brutalidad, menos salvaje, más cohercitiva, constituyente de cualquier práctica educadora. Pero los resultados son impecables y todos llaman cariñosamente Rizitos de oro a la pequeña, que siente que el tironeo materno vale la pena por el piropo. Esa es una enseñanza para toda la vida.
Entre metros y metros de cintas de la antigua mercería de Cuenca y Melincué, entre ratos eternos en la portería de la escuela esperando a mamá que no llega porque se atrasa en San Telmo -donde está cursando su Licenciatura-, entre los primeros desafíos a la autoridad pedagógica por escribir deliberadamente en el cuaderno de clases la palabra culo (véase culo), "Rizitos" obtiene su primer triunfo académico memorable: siete sobresalientes en el primer bimestre de su escolaridad primaria. Augurian un futuro prometedor en su proceso de alfabetización y son motivo de un regalo anheladísimo, su primera Barbie Rapunzel (o del estilo) con kilómetros de pelo platinado -como bañado en oro blanco-, lacio, impoluto y sempiterno.
Si ella no puede peinarse, al menos puede peinar. Y la pequeña ginecea pasará sus tardes luchando contra la tarea de matemática pero reconfortándose en los rubios kilómetros de filamentos capilares de su Barbie mientras mira las Tortugas Ninja por la tele.
Es un vínculo de amor y de cuidado que implica básicamente lavarle la cabellera y trenzársela como si fuera un pretzel. Pero a veces se presta a escenas de descarga en las que este pequeño fetiche de forma humanoide fabricado a base de plástico y color rosa, parece un muñeco de vudú en el cual la pequeña ginecea puede reproducir y transferir esos tironeos violentamente educadores que suceden en la arena de su cuero cabelludo; si mamá le corta el pelo a ella porque dice que las nenas con pelo largo parecen enanos (sic), ella puede cortárselo a la Barbie que es, efectivamente, un enano. El razonamiento hace agua por todos lados, porque oculta que la longitud es un valor relativo en ella; en la Barbie, no.
Ocurre una conversión radical, pues la muñeca ya no parece Rapunzel sino la Clara de Asís de la película de Zeffirelli -Hermano sol, hermana luna-, que le pide a San Francisco que le corte el pelo a lo varón por amor a Dios.
La pequeña ginecea no entiende qué tiene que ver el pelo con el amor a Dios y tampoco entiende por qué es tan aburrido jugar con la Barbie de pelo corto. Infiere con cierto dolor que el pelo guarda una magia lúdica y principesca directamente proporcional con su largo.
Cuando la ginecea pueda peinarse sola a veces recordará esto y tal vez lo cuestione en virtud de contar con nuevos recursos como el teñido, los flequillos, el alisado definitivo, los colores de fantasía, el desmechado y la elegancia del rodete que tan bien cultivó Evita.
Tal vez, el pelo se vuelva un terreno experimental pero nunca dejará de ser un espacio de descarga y una zona lúdica que encabalga nuestro ser exterior con nuestro ser interior.


No hay comentarios:

Publicar un comentario